
Se despertaron por los sonidos metálicos del otro lado de la pared; la que separa la cabecera de su cama de los golpes. De eso iban las conversas en silencio entre los vecinos de la comunidad: quiénes habían alquilado aquel piso y quiénes serían los secuestrados.
Cada noche desde hacía varias, los mismos martillazos.
Habían revisado cada grieta de la muralla, cada entrada posible, afilado los cristales y cambiado las luces, comprado nuevas bombillas para terminar con el último escondite a oscuras: aquel lejano rincón del patio interior de la casa; deslumbrado a las palomas de las palmeras con las linternas, en rondas por parejas.
Sin éxito.
Ya no quedaban ninguna de las cañerías de cobre de las calderas, en ninguna de las casas vecinas, en toda la colonia entera. La suya sería la última. Temían por sus perros que por la noche dormían encerrados en la habitación de la abuela. Aguardaban la respiración, a sabiendas de que era una cuestión de tiempo…estaban acorralados.
Entonces, se cortaba la luz, sin motivo aparente.
Se miraban con ansiedad, corrían las cortinas y cerraban los candados detrás de aquéllas puertas, frágiles. A una pared de distancia entre el crimen organizado y la cabecera de su cama, trataban de conciliar el sueño, a pesar de los pesares.