Y tal y como vino … se fue; pero de nuevo, mañana está anunciada su llegada;
y ahora que ya sabemos sus consecuencias en mi cuerpo: Yo sí te temo.
Fue el boca a boca, porque aquí no hay televisión: ¿Cuándo?,
¿En la tardecita?- comentan. Inesperado, de golpe, repentino, apasionado, fuerte como un roble, temperamental, loco, jodido,
¿como una pasión demoledora, como un virus gripal, como la malaria?- me preguntas…
Hombres. Como un huracán, masculino, que llega siempre desde el norte.
Tras la noche más húmeda sin sexo y con un único ventilador para secar el rocío sobre cristales, puertas, sábanas y almohadas, sudor de poros y pelos en la nuca, pechos, axilas, porque no nos instalarán el gas del clima hasta el sábado que viene, entró el viento del norte y me contagiaron sus ofrendas. Fue un miércoles de luna llena; caí empapada, como en las trincheras, rodeada de barro. Como al árbol del mercado Zaragoza. Él me desplomó.
Definitivamente habíamos llegado al puerto con los últimos coletazos, vendavales del invierno, aguardaban nos los nortes terminales previos a la Semana Santa, en los meses de febrero y marzo, absolutamente inestables. Mortífera combinación de ganas de playa, “welcome” sudor en la frente cuando el resol, y frío debajo de un árbol, en los pies con chanclas y garganta al aire, o caminando por el boulevard, o malecón. “Lunch” de paletas percheronas de cacahuete, coco o mango, y pañuelos de seda de quita y pon: póntelo cuando cruces a las aceras de la sombra y quítatelo con un rayito que salga el sol, justo detrás de aquella nube. Como una pasión demoledora, quitándonos y poniéndonos la ropa sucesivamente, con un simple descuido, un poco más de la cuenta: reposo en cama una semana entera, rodeada de infusiones con miel y limón, y papel higiénico en la mesilla.
Durante nuestro primer mes en Veracruz la ausencia de azul fue una constante, posible ecuación vinculada al norte. Se empeñó en desaparecer cada mañana, a pesar de estar rodeados de cielo y mar, al amanecer y correr las cortinas salmón de nuestra habitación-ático, un cielo blanco, una y otra vez, y un pino con goteras, a contraluz. Grises y negros habían bañado la ciudad de norte a sur: el Zócalo, los mercados, el Palacio de Gobernación, la ruta del Miguel Alemán, el Registro civil, y la costa de Villa del Mar hasta Boca del Río, esto es, todos los itinerarios que recorrimos mientras nos asentamos.
Nunca antes mis ojos habían contado tantas horas albinas, ni habían descubierto cómo y cuánto transpiran los objetos.
Los árboles de mango que habían florecido y comenzado a colgar sus primeros frutos cuando desembarcamos, los más prematuros y madrugadores, jodidos, quemados, pelados por los azotes del norte, lo estaban perdiendo todo. Arrasadas hojas secas, semillas y frutos verdes del tamaño de peras, yacían mordisqueadas por los suelos arcillosos del patio de la casa, encima de ciénagas de lluvia, cubriéndose todo de moho.
Infortunados “moradores de la casa morada”, ni el norte ni tampoco las ardillas, cuyos nidos se encuentran muy por encima de nuestro techo, en las ramas más altas de los mangos, nos ayudan con la futura despensa. Hoy que felizmente casi ha pasado, siguen sin darse por aludidas, y saltan de la palmera al zapote, a pesar de los nada eficaces ladridos del Tóner, acompasados desde las 8 de la mañana por los gritos agudos de la Dubalina (Negra Bill), o los avisos roncos de Lucas, así como por tus palmas.
Una única arma ecológica: el tirachinas del tío Luis y un programa de entrenamiento para un tiro eficaz, o unos cuantos gatos callejeros, pueden cambiar los acontecimientos para la custodia de los frutos, hasta que se vuelvan del tamaño de melones, y se endulcen, y por fin nos los comamos o los vendamos. Y la llegada del verano, posiblemente en Abril.
Paredes ennegrecidas, madera podrida y tierra mojada, féminas colmadas de hongos cuyas esporas propaga el norte íntegramente, desde mi aspecto hasta mis bronquios, y me desencadenan una tos productiva, incesante en la noche, cómplices de horas pálidas que son horas perennes de pláticas y jodas, de visitas con luz y a oscuras, alrededor de los fogones, los unos que entran, los otros que se marchan, con nosotros que definitivamente nos quedamos por un tiempo indefinido.
Permanentemente al fuego, las cazuelas con el arroz, los frijoles, el caldo de pollo, y las tortillas en el comal. ¿Te sirvo?
El Dubi lin agarrado de una y otra mano, entra y sale entre habitaciones, de la casa al patio, de los talleres a la tienda, sube y baja las escaleras a pie, a gatas y en brazos, nos señala las caras de los retratos de la familia, en el vajillero viejo de la cocina, mientras asimila el nombre como respuesta a su dedo interrogante: Sergio, Judit, Charo, Benjamín, Rebeca, Gustavito…
Contigo, que le bañas en la noche a jicarazos y después de secarle los rizos y untarle su crema hidratante y pelearos para vestirle el pañal con su pijama de Batman, me masajeas los pies con aceite de almendras y alivias de esta manera la hinchazón del embarazo, y el escozor de las picadas de la jornada.
*Yaan riendo en medio de nuestra intimidad, saltando entre nuestros cuerpos y confidencias en la cama de tu madre.
Conmigo, que sigo sudorosa de una gripa que parece una alergia, 24 horas después, entre nortes, envuelta con vahos de hoja de eucalipto para recuperar mis vías respiratorias de la carcoma, y para ahuyentar a los mosquitos que nos sobrevuelan por los pasillos.
*Yaan gritando para que le abra un Yakult que ha sacado de la nevera.
Y también con Annia, que crece dentro de mi tripa y que ya nos da sus primeras patadas.
Tú y Yaan tocáis estos días por primera vez a Annia.