Los años que viví en Madrid, en casa de mis padres, pude viajar a muchos lugares dentro y fuera de España, en familia: Cádiz, Bilbao, París, Moscú, San Petersburgo, Estocolmo, Copenhague, México DF, Tulum, Isla Mujeres, Dar es-Salam, Serengueti, Zanzíbar…
Fue durante mi época universitaria cuando tuve la fortuna de conducir con mis amigos por Europa: Francia, Bélgica, Alemania, Italia, Portugal. Y también, muchos veranos sola, platiqué con completos desconocidos en viajes de estudios: por Inglaterra y USA. Idiomas: aprendí inglés. Y gracias a todo ello, finalmente obtuve una beca Erasmus para completar mi licenciatura en Holanda, lo que me permitió seguir viajando posteriormente, por trabajo. Principalmente a Alemania.
Los viajes con mis padres fueron propiciados por laboratorios farmacéuticos que invitaban a mi padre, reconocido Dr. Ginecólogo de la seguridad social, a dar conferencias sobre menopausia, su especialidad, y como él podía ir con acompañantes, casi siempre viajaba con mi madre. Por lo general mi hermana y yo nos quedábamos en casa porque teníamos que ir al colegio, pero en vacaciones, cuando íbamos todos, no era tan divertido.
No me acuerdo qué es lo que motivaba a mis padres a elegir sus destinos. Probablemente una mezcla entre un genuino interés por el país: su gastronomía, algunos de los lugares que hicieron famosos algunos libros, así como sus gentes. La cultura. Y lo más conveniente para el reconocimiento de la carrera profesional del Dr.
Lo que sí que recuerdo bien es el estrés y la obsesión. Tatuados en la niñez.
La obstinación por la perfección, la belleza, la felicidad y el encuadre.
Mi padre era un Dr. – hombre admirado por sus hijas, obcecado por los datos en los periódicos, las citas en las historias, las exposiciones en los museos, la arquitectura en las iglesias y las películas de la CIA. Un hombre de ciencia vasco que leía muchísimo, al que le gustaba la música y cocinar. Él era como una enciclopedia con poco pelo en la cabeza y mucho en el cuerpo. Y cada vez que viajaba, mucho antes de despegar desde el Aeropuerto de Barajas, ya habíamos recorrido cada rincón unas cuantas veces. Era sistemático y sus chaquetas estaban repletas de bolsillos. Le encantaba la tienda de El Coronel Tapioca.
La primera de las rutas que compartíamos, mucho antes de cada despegue, era ir en coche a la Casa del Libro y a la Feria, en El Retiro. Absorbía del periódico las listas de los escritores de moda, los títulos de los superventas de las grandes editoriales. Le encantaban las aventuras de los descubridores de nuevos mundos, los Magallanes y las novelas históricas. Aparte de las películas de James Bond. Subrayaba las novedades de cada año en las listas de recomendaciones, y también las críticas literarias. Buscaba a los escritores que antes de nosotros hubieran vivido y descrito nuestro viaje, para entonces seguir sus pasos.
Entraba en fases distantes en la que se pasaba los días analizando recorridos, precios, aviones, guías, hoteles y comentarios, en su despacho, presupuestando todos los posibles gastos, para justificarlos y conseguir el dinero necesario de las empresas farmacéuticas. Porque con los médicos viajábamos “a todo trapo” a hoteles maravillosos con buffet libre, con motivo de las Convenciones, pero en vez de apuntarnos en los viajes organizados por las agencias, nuestra familia era un poco exploradora, gracias a mi padre y sus lecturas de viajes.
Él lo decidía todo de antemano.
Un día me explicó que, al ser el hijo único de una infancia muy difícil en Bilbao, porque su padre murió muy joven, con problemas por haber robado en la empresa en la que trabajaba de chofer, algo así…la lectura desde muy pequeño fue su refugio: los libros de Julio Verne y de Emilio Salgari. Recuerdo agendas apretadas y visitas fugaces. Multi-localizaciones. Horarios. Iglesias. ¿Algunas cenas de gala? El carnaval de Brasil. Desayunos espléndidos,
y recuerdo la Torre Eiffel.
Y luego: fotos y más fotos que iban a parar a álbumes y más álbumes en estanterías y más estanterías, por nuestra casa que se fue reduciendo de espacio, para crecer en repisas. Desapareció el pasillo y las máscaras. Desapareció la terraza y el cuarto de al lado de la cocina, donde dormían mis abuelos, en un sofá cama rodeado de libros de cocina.
Todos los años organizaban un gran “viaje de negocios” con mi madre. A veces, cuando el presupuesto se lo permitía, íbamos también nosotras. La última vez que viajamos con él fue a Tanzania, y no paramos de discutir, pese a la belleza natural de sus parques. Todo lo tenía planificado, al detalle. No teníamos tiempo para el disfrute, ni nos pudimos perder.
Mi padre formaba parte del colectivo de personas que disfrutaban más haciendo la “foto al león”, que simplemente dejándole aparecer cuando menos te lo esperas. Aunque de esta manera, no puedas disparar porque sencillamente se te ha olvidado la cámara en el hotel.
Los viajes con mis amigos comenzaron siendo muy diferentes porque no teníamos un duro y viajábamos por carretera, por lo que eran tremendos procesos de relación y puro aprendizaje del duro. Teníamos el tiempo y nos movíamos como vagabundos por las calles europeas con nuestros idiomas de academias, durmiendo a veces en el suelo, encima de cartones.
Pasamos frío. Nos calentábamos en los bares, fundamentalmente. No nos engañemos, el alcohol es importante. Con el Inter-Rail llegamos hasta Estambul, que es lo más cerca que he estado de un país musulmán, hacia el Este. Allí entramos por primera vez en una mezquita y nos besamos enfrente del Bósforo. Pero no viajé con mis padres a la India, viajé con mi hermana. Y fuimos organizadas desde origen porque tenemos apadrinada a una niña en el Sur, donde estaba vivo Vicente Ferrer. Tuvimos el privilegio de escucharle hablar. Fuimos en el mes de agosto a ver amanecer en el Ganges y nos morimos de calor. Pero fue un viaje transformador.
El primero de otros muchos que vinieron.
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