I
Días y noches como ciclos lunares, estaciones del año, cosechas o períodos secos y lluviosos, o de huracanes, y un calor constante, sofocante, húmedo, estático o en brisas a través del ventilador, o de las ramas de los árboles, en distintas intensidades y escalas. Ya las semillas se habían plantado y era tiempo de ver cómo crecían; tiempo de cuidarlas.
La Gran Familia había pensado volverse a reunir un 15 de Agosto, un año después, alrededor de dos nuevos primos de dos años que no habían tenido la oportunidad de encontrarse para jugar, y de dos bebes de pocos meses, jarochos del puerto de Veracruz. Los acontecimientos de la última semana, sin embargo, habían establecido bandos enfrentados, también dos: no estaban dispuestos a verse las caras, ni a platicar del asunto, mucho menos a sentarse a la misma mesa para celebrar.
¿El qué?. Se habían separado definitivamente, la sociedad estaba rota, de pronto un espacio fracturado con una frontera sin garita: el patio donde se aparcaba el Volcho rojo del hermano Benjamín, el fregadero con la bancada en la esquina, cerca de la puerta de entrada a la casa Morada, una mesa y dos sillas de plástico, y la sombra de los mangos enfrente de la imprenta y sus pasadizos.
La caseta de la Administración con sus jerarcas, los talleres de dos de sus empleados explotados, y el almacén, horno de papel y hogar para las ratas entre antiguas máquinas de copiar, del mismo margen que la loca ex-cuñada que almacenaba la basura que a diario husmeaban los perros del otro bando, la sigilosa ex-esposa del cuarto varón, a la que nadie había visto la cara en los últimos años, frente a los inquilinos de la casa, personas y canes, de cara a las visitas de amigos y más familiares políticos, debajo de las ardillas, que eran de todos, como las guayabas que se robaban trepando por las palmeras.
Ellas podían entrar y salir libremente de aquella cárcel, caminaban por cualquier barrio, por los cables del teléfono, por encima de los militares, los paramilitares, la policía federal, los zetas, los homicidas, los católicos, el Gobernador y las balaceras entre narcos. Se movían libremente sin temer por los levantones y se comían los frutos salvajes de aquella tierra tropical frente al Golfo de México, universo, planeta al que habían llegado desde muy lejos. Exiliados del capitalismo, nuevos integrantes de La Gran Familia , justo a tiempo para apuntar lo que no debían, señalar al que no debían, y provocar aquel inesperado clima que añadía tensión a un sofocante verano en el que seguían asesinando periodistas.
Balas de fuego por la boca del segundo de los nietos de La Gran Anciana, ya enterrada: «No vengo aquí para solucionar sus problemas: esto es un negocio familiar, pero ante todo, un negocio. Vengo a hacer dinero para todos», sin saber cómo es que funcionaban las cosas en La Esquina. Los exiliados creían en lo que habían querido inventar, por una vez soñar, y en lo que les habían vendido a la distancia: en la regeneración, en el trabajo en equipo, en la innovación, y en una nueva administración donde un control exhaustivo de los costes les ayudaría a superar la dificultosa situación en la que habitaba el centro de copiado, que perdía clientes mes a mes. Y con sus maletas repletas de soluciones y palets de ingenuidad, sin armas, habían desembarcado en el lugar más caluroso de América, en el piso más violento.
Mientras la espera, larga, iban a descubrir cómo es que la realidad se empeña en despertar conciencias, pero los humanos optan por echarse la siesta a la sombra, junto a sus canes, cierran los ojos, de espaldas a mi.
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