Caras vemos, corazones no sabemos.
Las bombillas cuelgan como ahorcadas sin techo, desnudas de lámparas. Los cables destripados escapan de los enchufes, que a su vez penden de las paredes. Las pelusas cambian de lugar hasta quedar atrapadas por ventiladores fabricados hace dos siglos, como expositores sin energía, apagados de por vida.
En la entrada del Registro Civil hay dos filas de personas: los de una mesa y los de la otra mesa; y luego están los que merodean entre ellas, los familiares de los que hacen las colas, seguramente, los que se entretienen subiendo y bajando escaleras, muchos niños y bebes recién nacidos, en brazos de sus padres, y como yo, los que preguntamos a diestro y a siniestro para saber qué lugar ocupar: dentro, fuera, arriba, abajo, izquierda, derecha…
¿En esta fila o en aquella?, sin demasiado éxito. Pocos son, concretamente el número, dos, los funcionarios que saben cómo están organizados los asuntos del lugar, la burocracia , y muchos, sin concretar el número, los que nos quejamos, o simplemente esperamos resignados impacientes. Infinitos.
Las puertas están abiertas permanentemente; las cerraduras perdieron sus llaves, las bisagras se oxidaron y se fueron cayendo, algunas posiblemente las robaron, y el paso del tiempo junto a la humedad expandieron la madera, que dejó de encajar en los marcos. Los focos para iluminar el edifico en la noche también están fundidos. En la planta primera, donde los matrimonios y divorcios, la máquina de la sala de espera que ¿alguna vez? asignó los turnos a las diferentes mesas, desde hace ¿meses? apagada para el ahorro del Gobierno, ha sido hábilmente sustituida por un sistema de fichas de cartón, numeradas a bolígrafo negro, que se han de coger de una cajita, siguiendo un letrero y una flecha, en la mesa de alguien que lleva de baja los mismos ¿meses?.
Una perra de manchas marrones ha estado cada día, durante una semana, merodeando por las inmediaciones del edificio blanco del Registro Civil de Veracruz. Se le ha visto por última vez husmeando por las papeleras en busca de restos de volovanes hawaianos, o de jaiva, el 27 de febrero, cuando se peleaba con un tordo .
Sigue perdida y preñada.
Las ardillas entran al patio de la imprenta desde las calles adyacentes,Tuero Molina y 2 de Abril, saltan a las ramas altas de los árboles de mango, y recorren las alturas a sus anchas, por las palmeras y los zapotes, a pesar de los ladridos histéricos del Tóner, acompañados por los de la Negra. Picotean de sus frutos, que desechan a su antojo, como quien dice, sin siquiera haberlos empezado. Al coco le hacen un agujero por donde se meten para beberse el agua, y luego, seco, nos lo lanzan. Y así, cada día, tenemos que aguantarnos al ver el suelo de arena negra, repleto de los frutos perdidos, que no llegarán a madurar, ni a nuestras mesas.
Malditas bestias!
Una respuesta a “QUE NO TE FALTE UN BOLERO!”